No sopla viento, sin embargo la niebla parece moverse en lentos
torbellinos como si el propio bóreas en persona, la estuviera soplando desde el
más recóndito norte y desde los hielos eternos. Lo que no está bien, lo
confesamos, es que, en situación tan delicada como ésta, alguien venga y se
ponga a sacarle lustre a la prosa para añadirle algunos reflejos poéticos sin
asomo de originalidad. A esta hora los compañeros de la caravana ya han notado
la falta del ausente, dos se han declarado voluntarios para retroceder y salvar
al desdichado naufrago, y eso sería muy de agradecer si no fuese por la fama de
poltrón que le quedaría para el resto de su vida, Imagínense, diría la voz
pública, el tipo allí sentado, esperando que apareciese alguien a salvarlo, hay
gente que no tiene ninguna vergüenza. Es verdad que estuvo sentado, pero ahora
ya se ha puesto en pie y ha dado valientemente el primer paso, la pierna
derecha primero, para exorcizar los maleficios del destino y de sus poderosos
aliados, la suerte y la casualidad, la pierna izquierda de repente dubitativa,
y no era caso para menos, pues el suelo ha dejado de verse, como si una nueva
marea de niebla hubiese comenzado a subir. Al tercer paso ya no consigue ver ni
siquiera sus propias manos extendidas hacia delante, como para proteger la
nariz del choque contra una puerta inesperada. Fue entonces cuando se le
presentó otra idea, la de que el camino tuviera curvas a un lado y a otro, y
que el rumbo adoptado, una línea que no sólo quería ser recta, una línea que
también quería mantenerse constante en esa dirección, acabara conduciéndolo a
páramos donde la perdición de su ser, tanto la del alma como la del cuerpo,
estaría asegurada, en el último caso con consecuencias inmediatas. Y todo esto,
oh suerte malvada, sin un perro para enjugarle las lágrimas cuando el gran
momento llegase
José Saramago
El viaje del elefante
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