El monje recordaba haberla hecho en una vida
anterior, pero esos recuerdos eran algo confusos. Se guiaban por las
indicaciones de un pergamino y se orientaban por las estrellas, en un terreno
donde incluso en verano imperaban condiciones muy duras. La temperatura de
varios grados bajo cero era soportable sólo durante un par de meses al año,
cuando no azotaban fatídicas tormentas.
Aun bajo cielos despejados, el frío era
intenso. Vestían túnicas de lana y ásperos mantos de piel de yak. En los pies
llevaban botas de cuero del mismo animal, con el pelo hacia adentro y el
exterior impermeabilizado con grasa. Ponían cuidado en cada paso, porque un
resbalón en el hielo significaba que podían rodar centenares de metros a los
profundos precipicios que, como hachazos de Dios, cortaban los montes.
Contra el cielo de un azul intenso,
destacaban las luminosas cimas nevadas de los montes, por donde los viajeros
avanzaban sin prisa, porque a esa altura no tenían suficiente oxígeno.
Descansaban con frecuencia, para que los pulmones se acostumbraran. Les dolía
el pecho, los oídos y la cabeza; sufrían náuseas y fatiga, pero ninguno de los
dos mencionaba esas debilidades del cuerpo; se limitaban a controlar la
respiración, para sacarle el máximo de provecho
Isabel Allende
El reino del dragón de oro
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