Cuando Cristóbal Colón se lanzó a atravesar los grandes espacios vacíos al oeste de la Ecúmene, había aceptado el desafío de las leyendas. Tempestades
terribles jugarían con sus naves, como si fueran cáscaras de nuez,
y las arrojarían a las bocas de los monstruos; la gran serpiente de los mares
tenebrosos, hambrienta de carne humana, estaría al acecho. Sólo faltaban mil
años para que los fuegos purificadores del juicio final arrasaran el mundo,
según creían los hombres del siglo xv, y el mundo era entonces el mar
Mediterráneo con sus costas de ambigua proyección hacia el África y Oriente.
Los navegantes portugueses aseguraban que el viento del oeste traía cadáveres
extraños y a veces arrastraba leños curiosamente tallados, pero nadie
sospechaba que el mundo sería, pronto, asombrosamente multiplicado.
América no sólo carecía de nombre. Los noruegos no sabían que la
habían descubierto hacía largo tiempo, y el propio Colón murió, después de sus
viajes, todavía convencido de que había llegado al Asia por la espalda. En
1492, cuando la bota española se clavó por primera vez en las arenas de las
Bahamas, el Almirante creyó que estas islas eran una avanzada del Japón. Colón
llevaba consigo un ejemplar del libro de Marco Polo, cubierto de anotaciones en
los márgenes de las páginas. Los habitantes de Cipango, decía Marco Polo,
«poseen oro en enorme abundancia y las minas donde lo encuentran no se agotan
jamás... También hay en esta isla perlas del más puro oriente en gran cantidad.
Son rosadas, redondas y de gran tamaño y sobrepasan en valor a las perlas
blancas». La riqueza de Cipango había llegado a oídos del Gran KhanKublai,
había despertado en su pecho el deseo de conquistarla: él había fracasado. De
las fulgurantes páginas de Marco Polo se echaban al vuelo todos los bienes de
la creación; había casi trece mil islas en el mar de la India con montañas de
oro y perlas, y doce clases de especias en cantidades inmensas, además de la
pimienta blanca y negra.
Eduardo Galeano
Las venas abiertas de América Latina
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