Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo
llevó a conocer el hielo.
Macondo era entonces una
aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de
aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y
enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas
carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos
los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su
carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a
conocer los nuevos inventos.
Primero llevaron el imán.
Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con
el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él
mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue
de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó
al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su
sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos
tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo
aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada
turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas, tienen vida
propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de
despertarles el ánima.»
Gabriel García Márquez
Cien años de soledad
No hay comentarios:
Publicar un comentario