Perdido en el hall de la estación semivacía, Emilio Renzi mira los
andenes mal iluminados, la luz amarillenta que se extravía en la oscuridad.
Frágil, envejecido, viste un abrigo negro que lo empalidece, acentuando su aire
torvo y abstraído. Faltan quince minutos para la salida del ómnibus, detrás de
los cristales empañados los árboles de Plaza Constitución se disuelven en la
neblina. Los que viajaban con él eran pocos, nueve o diez personas que se
amontonaban frente a una valla de madera que los separaba del andén. Tenían el
rostro lívido y ansioso de los que van a Mar del Plata en invierno, fuera de
temporada, los días de Casino. En un costado, cerca del mostrador, donde se
despachaba el equipaje, una mujer, alta, de pelo colorado, envuelta en un
tapado de piel, parecía discutir con un hombre suave y elegante, de sombrero y
bigote fino.
Emilio Renzi esperó que todos subieran al ómnibus y entró; su
asiento estaba en medio del coche, caminó por la alfombra de goma del pasillo,
cruzando de perfil entre los que terminaban de acomodarse y se ubicó junto a la
ventanilla. Afuera la niebla era una bruma azulada que cubría la ciudad. La
mujer de pelo colorado estaba sentada a su derecha, al otro lado del pasillo.
El hombre que la acompañaba se había quedado solo, de pie en el andén desierto.
La mujer fumaba sin mirarlo, ausente, una valija de mano apoyada en las
rodillas. Cuando el ómnibus se puso en marcha, el hombre siguió inmóvil,
flotando en la claridad gris, quieto y sosegado, una mano alzada saludando al
vacío.
Ricardo Piglia
Fin del viaje
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